Un trío con Juan Gabriel y Rodrigo


Aquí estoy de nuevo. En el Hay Festival de Cartagena de Indias. Una ciudad cuya belleza ha atraído con mayor fuerza la furia del virus. Restaurantes "cerrados permanentemente", casas abandonadas y vitrinas con maniquíes escapistas que aparentemente huyeron para salvarse de la pandemia. Tal parece que las murallas que la rodean se construyeron pensando solo en los corsarios que la asediaban allá por el siglo XVII, no en el coronavirus. Falta de visión la de los arquitectos de la época.

Aun así, hubo festival. Uno mixto, como es todo ahora. Lo semipresencial ha venido a librarnos del fin. Y es que las manifestaciones sociales a medias son mejores que las inexistentes.

La primera charla es entre el literato bogotano Juan Gabriel Vásquez y Rodrigo García Barcha, hijo de Gabriel García Márquez, a propósito de su reciente libro Gabo y Mercedes: una despedida. Rodrigo no es solo "el hijo del Gabo", es historiador y un reconocido director de cine. Pero es además un campechano que se coloca frente al público con inteligencia, sentido del humor y una confianza dosificada que, luego supimos, le llegó porque su papá nunca esperó que fuera como él. Aunque –era inevitable- le heredó el gusto por la literatura y la simpatía personal. Rodrigo contó allí cómo días antes de la muerte del Nobel, un pájaro premonitorio se estrelló contra un ventanal de su casa y cayó muerto justo en el sillón en el que se sentaba el escritor. Lo que remite a aquel pasaje de Cien años de soledad sobre la muerte de Úrsula Iguarán en medio de ese calor azotador que provoca que los pájaros se estrellen contra los alambrados y caigan muertos. Ambos -García Márquez y su fantasmal personaje- mueren un Jueves Santo. Si eso no es realismo mágico…

Como Rodrigo nos habla desde una pantalla en Los Ángeles, no habrá firmas. Igual me acerco al pequeño espacio del teatro que hace de librería itinerante. Compro su libro y algunos más. Entre esos, el último de Vásquez (el entrevistador de carne y hueso de la noche) quien, sin anunciarlo, se sienta discreto -pluma en mano- en la silla destinada a los autores (él también lo es, pero no hoy) a esperar al primero que busque una dedicatoria suya. No ver a nadie haciendo fila (todavía) me pone insegura y termino preguntándole al novelista si en verdad está ahí con esa finalidad. Esos encuentros fortuitos traen lo suyo. Es el momento propicio para echarle en cara el pavor que siento cada vez que debo aterrizar en Bogotá. Él se sorprende, pero sabe de qué hablo y asume su culpa sin justificarse. Su novela El ruido de las cosas al caer narra -casi de modo colateral- el escalofriante episodio del vuelo 965 de American Airlines, cuyo avión se estrella minutos después de que los pilotos ofrecieran a los pasajeros una alegre, aunque anticipada bienvenida a la ciudad. El escritor anota en la primera hoja de mi ejemplar recién adquirido: "Para Daniela. Con mis disculpas aeronáuticas. Un abrazo". Ya lo perdoné.

Al día siguiente, toca el diálogo entre la periodista caucana Mabel Lara y el narrador mexicano Juan Villoro, quien presenta al público su última novela sobre un conflicto relacionado –cuándo no- con el narcotráfico. La fuerza de sus letras y de su expansiva personalidad no alcanza para zafarse de mi maliciosa pregunta sobre la eficacia de la cultura de la cancelación en su escritura. Afirma que no se autocensura, pero deja entrever (con un distanciamiento algo impostado) que en sus narraciones, quienes tuercen los códigos de la corrección política son sus personajes, no él. Ahí estaba su respuesta: es un autor más que teme la hoguera.

A último momento, el conversatorio entre el ex presidente del Gobierno de España Felipe González, el expresidente de Colombia Juan Manuel Santos y el escritor nicaragüense Sergio Ramírez se torna virtual y quedamos con las ganas de escucharlos en vivo. Los tres se vuelcan a defender la democracia como la única garantía del ejercicio de las libertades; y a expresar su temor frente a la censura y el autoritarismo que "van ganando terreno en algunos países de la región". Estuvo interesante la no discusión (coincidían demasiado).

Destino mi última tarde a la conversación entre la politóloga candidata al Senado colombiano Sandra Borda y la diputada por el PP español, Cayetana Álvarez de Toledo. Sin advertirlo, discuten desde dos facciones del liberalismo. Sandra, desde uno progresista moderado, que promueve las políticas identitarias; y Cayetana, desde uno radical, que reniega de las medidas que dividen a la población en función de su sexo, raza, nación o cualquier otro sentimiento de pertenencia. Pese a que se trata de una plática, las ovaciones de un lado y del otro del auditorio -con aplausos y algún silbido infiltrado- tornan el suceso en uno de esos concursos anacrónicos en los que gana el participante que más barra lleva. Yo aplaudí desde los dos bandos. Con Sandra forjaría una amistad; con Cayetana, formaría una cofradía.

Uno sale sublimado de cada foro del Hay Festival. Sin importar quién suba al escenario, la hora que duran los eventos transcurre ágil. En esta versión no me topé con ninguno de mis grandes autores. Eso sí, escuchar a Juan Gabriel Vásquez y a Rodrigo García me dejó pensando en lo emocionante que sería un trío con ellos (para charlar toda la noche).