Emmerder a los antivacunas. Incluido Djokovic


Hace unos días el presidente de Francia, Emmanuel Macron, se mandó una frase que resultó eficaz como una vacuna contra el coronavirus. Aunque produjo efectos secundarios: "Yo no estoy a favor de joder (emmerder) a los franceses. Me quejo todo el día cuando la administración lo hace. Pero bueno, a los no vacunados sí que tengo muchas ganas de joderlos. Y vamos a seguir haciéndolo hasta el final".

En términos mexicanos, una traducción más fiel de la frase del galo -que reflejaría mejor su ánimo encabritado- habría sido: "a los no vacunados sí que tengo muchas ganas de chingarlos". Dicho sea de paso, el término emmerder, que causó tanta (¿falsa?) indignación, aunque con otros sentidos ya había salido de la boca de otros presidentes de la Quinta República como Georges Pompidou.

Pero no nos quedemos en las formas. Macron -cuya fama de arrogante lo precede- no escuda su brutal franqueza en algún "traductor de la ira" (como el que decían estaba detrás del afable Obama para transmitir lo que él no se atrevía a exclamar) y soltó su bronca frente a ese nuevo grupo de poder, capaz de hacer temblar, con radicales marchas, destrozos en centros de vacunación o incendios, a los distintos gobiernos. Pero no al francés, claro.

Uno de los gobiernos que ha flaqueado, es el australiano. Un tribunal ordenó la liberación del altanero tenista Novak Djokovic (cuyo nombre, que parece haber sido sugerido por algún agorero, nos regaló el mejor apodo de esta semana: "NoVax DioCovid") que se hallaba retenido en un hotel de la ciudad de Melbourne tras la revocación de su visado por no estar vacunado contra el coronavirus. Aunque mientras escribo esto persiste la posibilidad de que el ministro de Inmigración de ese país resuelva la deportación del serbio (que además, según el Spiegel, habría manipulado una prueba PCR para poder entrar al país de los canguros y koalas), lo cierto es que hasta ahora sus autoridades han demostrado no estar listos para "fastidiar" a los antivacunas. O por lo menos no a todos.

Quien no se va con estas fintas, es el demente presidente filipino, Rodrigo Duterte. Ese mismo que tiene a más de seis mil narcos y drogadictos bajo tierra, acaba de autorizar la detención de todas aquellas personas no vacunadas que salgan de sus casas durante esta etapa de restricciones impuestas para contener a ómicron.

En Bolivia el Gobierno decretó la obligación de portar un carnet de vacunación en espacios públicos y privados, lo que causó aglomeraciones en los centros de vacunación. Y es que todos debemos asistir a bancos u oficinas públicas. Tan efectiva fue la medida, que en una entrevista en alguna de las colas -mientras esperaba el pinchazo- un señor, algo abatido, expuso su apuro para vacunarse: La Rockola, un Karaoke de Santa Cruz, le exigía el certificado. Hasta ahí todo bien. Luego, esa masiva afluencia sirvió de pretexto para suspender la aplicación de la exigencia del carnet.

Si no supiéramos cómo funciona nuestro corporativizado país (cada gremio debe sacar tajada de cada acción gubernamental), habríamos creído -de buena fe- esa excusa. Sin embargo, esas "razones" resultaron irrisorias. El Gobierno retrocedía porque las protestas de nuestros antivacunas habían hecho lo suyo.

Esos antivacunas que provienen de distintos campos. Pedro Portugal alude, en una columna reciente, a algunos de ellos. Los hay –dice- quienes se alimentan de las bogas exógenas. De ahí que cedan a las presiones ideológicas, cuya proclama anticapitalista del momento tiene que ver con la "angurria de la industria farmacéutica". Están -continúa Portugal- los que andan buscando un "terreno fértil para desfogar su oposición al gobierno". Aunque en esto algunos se queden flotando. Como quedó el conductor tarijeño del programa "El Búnker", que aseguró, con esa su vehemencia particular que atrae a miles de seguidores, que el carnet de "no vacunado" que promovía la misma "doctora" que auspicia el dióxido de cloro, era legal… También aparecen en nuestra lista los populares e indígenas, que no pueden sino manifestar desconfianza hacia toda política del Estado, que casi nunca ha sido benigno (ni honesto) con ellos.

No confío en las razones de los antivacunas. Libertarios, evangélicos, opositores políticos, izquierdistas antifarmacias. No me creo los eslóganes paranoicos de los Bosés, los Bolsonaros o los Mileis; ni los discursos esotéricos de los pastores alteños o serbios (el padre de Djokovic llegó a decir que su hijo era "el Espartaco del nuevo mundo que no tolerará la injusticia, el colonialismo y la hipocresía"). Nada de eso calza en mi alma iuspositivista católica. Y aunque no comparto extremos como el de Ecuador, primer país de Latinoamérica en hacer obligatoria la vacunación contra la Covid-19, ni las locuras de Duterte, sí acompaño la imposición de exigencias que busquen la contención de esta pandemia, que ya suficiente ha traído como para seguir negándola.

Y como no siento que el deber de demostrar que estoy vacunada violente mis derechos ni mi libertad, seguiré invirtiendo mi tiempo (el que tengo y el que no) en discutir con los antivacunas de toda laya, e insistir en las ventajas de la vacuna en uno mismo y en relación a los demás. E imploraré que su creciente lobby no termine por arrodillarnos al resto. Que sean ellos los que ahora se queden en casa y que, como dice Macron, sean ellos los que se chinguen.