Un determinante suceso


"... un 24 de diciembre tuve que admitir, con el corazón desgarrado, un otro determinante suceso. Por llamada telefónica enterarme de que mi madre se había puesto grave y estaba desahuciada; su fallecimiento era cuestión de horas. Mi hermana Piru, con la voz entrecortada, me aconsejó que regresara al menos por unos días para, a lo mejor, encontrarla con vida. Golpeado por la noticia, lejos e impotente, con el ánimo hecho pedazos, traté, impaciente, de precipitar mi regreso. Debía apurarme, tenía que volver. Deseaba, ¡cómo no! verla, abrazarla, sujetar su tibia mano; despedirme de sus ojos, con vida.
En mi desesperación, recurrí a la embajada del país para solicitar permiso de retorno. Me entrevisté con el embajador, en la confianza de contar con su comprensión y aquiescencia ya que a mi madre conocía. Me escuchó por unos minutos con fría formalidad. No me permitió considerar detalles. Sin más, me indicó que comunicaría mi solicitud al Ministerio del Interior; que regresase en un par de semanas, que tendría una respuesta definitiva. Su trato fue sorprendente, también su deliberada actitud de rechazo. Mi presencia lo incomodó tanto que parecía que la ideología fuese, como la lepra, contagiosa. Arrepentido por la simpleza de creer que las personas pueden ser ante todo seres humanos, supuse que el error traería consecuencias. Prevenidos por mi estupidez y la servidumbre del burócrata, los organismos represivos en el país estarían pendientes de mi llegada.
A pesar del traspié, decidí que, pese a todo, lo intentaría. Tenía que correr el riesgo. El viaje lo haría por vía aérea y no por tierra, donde con certeza se ejercería un mayor control. Por precaución, en Bolivia, antes del golpe, me había hecho de un pasaporte con mi fotografía y mis datos personales; sin otras señas impresas. Con la colaboración de "Jalisco", con imaginación, estampamos sellos, pusimos firmas, colocamos fechas. Quedó perfecto; bueno... eso parecía. Con buen viento, suerte y contando con la negligencia de los funcionarios de migración arribaría a La Paz, el último día de ese año; de ese 1981, tan desventurado. Vistiendo mi mejor ropa, sin barba ni bigote y con el cabello bien cortado como se estila en todo régimen militar me fui al aeropuerto. En migración, el empleado notó que al pasaporte le faltaba el sello de ingreso al Perú. ¡Pequeño gran detalle que los chambones pasamos por alto! No quedó sino inventar que vine de turista y que no era de mi responsabilidad la inexistencia del sello; que, en todo caso, alguna solución habría. Mirándome de reojo, disimulando, el empleado me indicó que lo siguiera a una oficina donde, presuroso, me preguntó por la fecha de arribo; comunicándome que poner ese dato costaría cien dólares. En otras palabras, y como dicen en Bolivia, el impedimento se solucionaba "poniendo". Así sucedió: dólares de por medio y pasaporte sellado. ¡Alivio!, y... ¡viaje! Ya en el país, cuando el avión carreteaba en el aeropuerto de El Alto, dudas y temores; pero, ningún tropiezo, cero dificultades. Sala de espera, en tránsito, aguardando el vuelo a Cochabamba.
Me conmovió tanto hallar a mi madre en coma, cerca del final. Postrada; vencida por la enfermedad. Mi único consuelo, mantenerme a su lado, en su presencia, acompañándola junto a los muchos que la quieren. Fueron doce días de agonía; en un instante algo murmuró, inclinándose desde la almohada, con dificultad, a duras penas, abriendo los ojos pareció mirar... ¿a lo mejor reconocer?, ¿tal vez comunicar?... acaso ver a su hijo, por última vez.
Días del nuevo año en los cuales un dolor desconocido se me hizo inmenso; indecible el sufrimiento.
El traslado de sus restos a La Paz fue un vuelo turbulento. El cielo encapotado descargaba lluvia y ráfagas de viento con persistente granizada. Ennegrecido y furioso parecía como muchos, como yo, deshacerse en lágrimas, expresando su pena sin consuelo.
Sin ella, para mí, el país… no será el mismo. Sin ella, mi vida… no será la misma.
Me vi, así en el tiempo, privado de mi madre. En la tranquila soledad de mi celda me observo en su entierro, en la última despedida. Percibo la angustia de mi padre, el desconsuelo de mis hermanas, el solidario cariño de mis hermanos; la amargura de la familia, la resignada congoja de las amistades.
No hace falta mencionar el impacto de su partida; hace falta señalar, sí, que afectó mi condición de hombre por el reconocimiento, honesto, de que en ocasiones pude ser un mejor hijo. Uno más maduro, más entregado a ella y a sus necesidades y menos a otras prioridades.
Un vacío satura mi ánimo.
No obstante la vida es ésta y continúa; como tal debemos aceptarla. Y ya que no se detiene y con sus compensaciones despoja y brinda, quita y entrega, llevándonos de desconsuelos y sufrimientos a alegrías y renovados propósitos en un imprevisible devenir, ese año 1982 que se iniciaba depara otros acontecimientos; diferentes, esta vez reconfortantes.
El retorno del exilio, el fin del destierro y, además, el nacimiento de mi hija Mikaela. Una Bolivia que, liberada de un régimen de fuerza, recupera su dignidad un 10 de octubre, reanudando un camino de apertura en libertad; forjando un clima de paz, armonía y rencuentro entre los bolivianos para la construcción de un país mejor: más justo, solidario e incluyente.
Derrotado el totalitarismo, la noche quedaba atrás. Despuntaba un otro amanecer. Uno capaz de brindarnos alternativas de tolerancia, autodeterminación y vigencia de la Constitución y el Derecho; dependiendo ya, tan sólo de nosotros, el no dilapidar tan promisoria coyuntura.
Como régimen de gobierno de un orden político-social distinto, queda la duda de sí bastará la democracia y sus potencialidades para que estas aspiraciones no se trunquen y, por el contrario, se plasme el progreso; despojándonos de los peligros de siempre: la manipulación, la politiquería, el caudillismo, la demagogia e impostura, junto a la concentración del ingreso económico en pocas manos, la corrupción, el narcotráfico, la discriminación o el racismo.
Y, ya se me hace imposible mirar más allá... sin pecar de iluso, la incertidumbre es grande: ¿no se transformará la democracia en otra artimaña para mantener privilegios, postergando, por enésima vez, los anhelos de consolidar, en definitiva, una identidad cohesionada de patria?
Incógnita, que no dejará de hostigarme..."