En Bolivia, es un lugar común sabernos como una sociedad politizada en extremo pero —siguiendo el ritmo global— cada vez más descreída de la política institucional. Decimos de nosotros mismos que ante las crisis políticas que se nos presentan recurrimos al mecanismo del voto para dirimir nuestras diferencias pero, una vez electos, desconfiamos de nuestros representantes y la institucionalidad que constituyen.
Nos declaramos en contra de las intenciones partidistas de alimentar una continua/ cansina conflictividad latente instalando sus relatos sobre los hechos recientes pero aparentemente nos reflejamos ansiosos en espacios digitales por ir despreciando todo aquello que signifique otredad de pensamiento, apuntando con el dedo y estigmatizando a quien estuvo/ está en la vereda del frente.
Le pedimos a los partidos un proyecto de país para validarlos —lo que equivale a pedirles una inteligencia adaptativa cuya capacidad no solo les permita entender la Bolivia de hoy sino además proyectarla—, a tiempo de que fortalecemos el pensamiento de que la militancia partidaria es algo aberrante, propio de personas que no tienen moral o pensamiento propio.
Hoy se asocia lo obsoleto con trabajar en la subsistencia del sistema de partidos pensando que así se pueden gestionar intereses colectivos de manera ordenada y lo renovado está asociado a la micropolítica de la vida, donde los intereses personales se gestionan de mejor manera en grupos estancos que comparten su visión cultural de la vida cotidiana.
Es verdad que nuestra vivencia más cercana respecto al comportamiento democrático de quienes acceden al poder mediante el voto o se llenan la boca de democracia nos indica que, indistintamente de su color, los líderes de estos partidos o alianzas pueden terminar propiciando acciones autoritarias de varias maneras: ya sea torciendo las leyes e instituciones en la búsqueda de mantener el poder, sancionando abierta y socialmente cualquier gesto de educación o diálogo para con el otro o disciplinando internamente el pensamiento plural cuando éste desagrada al aliado circunstancial.
Pero también es verdad que cuando se trata de cultura democrática, nos toca a todos revisarnos en nuestras acciones y posiciones de forma honesta, pues son estos varios escenarios los que diariamente se alimentan de nuestro accionar como sociedad y terminamos, entre todos, configurando la compleja, enredada y acelerada realidad política nuestra. En espacio público revuelto, ganancia de los extremos. Así, el verdadero desafío parece consistir en escapar de ser la carne de cañón de tanta narrativa interesada sin renunciar a la continua (re)construcción de la institucionalidad democrática que, por detrás de los hechos —y esto es un secreto a voces—, está hecha pedazos.
La política desde los extremos va a seguir siendo lo que se nos viene y continuará encontrando tierra fecunda para su existencia y normalización en el hecho de que cada vez sea mayor la cantidad de gente que encuentre tentador acomodar su pensamiento y acción política por fuera de los márgenes institucionales que brinda la democracia, tal como la conocemos. Y eventualmente esto solo servirá para garantizar la sobrevivencia de aquellos contados patriarcas políticos que insisten en hacerles creer a las mayorías que los encumbran que la política es toda lucha posible por el poder y no así una herramienta más para solucionar los problemas de la sociedad en su conjunto.
Verónica Rocha Fuentes es comunicadora. Twitter: @verokamchatka.
La política desde los extremos
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