El otro Kurt Cobain


Ayer murió Kurtco. No el Kurt Cobain de voz áspera y alma desesperada, pues ese se fue hace varios años, dejando huérfana a una generación de alternativos que transitábamos del rock ochentero al grunge. Este Kurtco -que llevaba ese nombre por una mezcla de fervor tardío de mi hijo mayor por la banda Nirvana y un gusto común por las palabras híbridas- era un Schnauzer miniatura, cuyos bigotes y cejas pobladas le hicieron mantener siempre un aire de intelectual alemán jubilado. Y tenía una fascinación no necesariamente artística por los pájaros, a los que consideraba un gran desayuno de domingo.

Nunca he sido propensa a las mascotas. De niña, los pollos o conejos que me obsequiaban como sorpresa al salir de alguna fiesta de cumpleaños duraban lo que nos tomaba ubicarles un lugar en la casa. De modo que si los papás de esos niños anfitriones confiaban en que regalándonos esos animalitos nos acordaríamos de ellos hasta la vejez, tremenda decepción habrán sufrido.

He tenido peces y tortugas. Como casi todos. Pero más por una necesidad infantil de cumplir la norma (que seguro proviene del derecho romano) de intentar hacer todo lo que los amigos hacen, que por inclinación veterinaria. Y aunque comprendo la devoción de rudos como Pérez Reverte por los perros, cuya ingenua lealtad por los humanos conmueve, aún no podría ser presidenta de ninguna asociación denominada Huellitas, ni de otras con denominaciones parecidas.

Kurtco llegó hace nueve años en avión desde Cochabamba. Tenía dos meses de edad y lo recogimos del galpón de "encomiendas" en el aeropuerto de El Alto. Recuerdo su rostro serio como lo tuvo siempre, preguntando si, a partir de ahí, seríamos nosotros los encargados de hacerle la vida agradable. Le hicimos saber que sí, que intentaríamos entregarle buenos días.

Díscolo como el Kurt original, se escapó de casa un par de veces y estuvo fuera por varios días. Eso nos enfrentó a rostros humanos, que lo alimentaron, cuidaron y devolvieron; pero también a algún buitre de esos que no se separan de las redes, no para hacer más amigos (que ni deben tener), sino para ubicar presas en las páginas o grupos de canes perdidos, y hacerlas dignas de chantaje: "Yo tengo a su perro…". Y ahí estamos todos, pendientes de la llamada que nos conducirá a él, e incumpliendo la archiconocida regla de no-ofrecer-todo-lo-que-se-tiene-al-secuestrador. Las dos veces volvió con aparente arrepentimiento. O eso quisimos creer.

La doctora que lo trató estos días explicó, entre otras cosas, que los Schnauzer -gruñones como son- suelen acumular cálculos en la vesícula. El verdadero dueño no goza de mi neurosis, de modo que Kurtco había sacado eso de mí. Pero ese era solo un detalle. Esta doctora, que a diferencia de muchos, atendió la emergencia con generosidad y natural vocación, diagnosticó una neumonía (presumimos que una de sus aves vengaba al resto portando alguna bacteria fulminante). Una que hizo que este Cobain -el nuestro- dejara la casa sin sus roncos ladridos (parecidos a los aullidos del otro, cantando Where did you sleep last night en el MTV Unplugged mientras absorbía el oxígeno de todo el público), y a mi hijo vacío de energía. Las dos últimas semanas resistió a la muerte de su perro. Lo vio recibir tres inyecciones diarias y observó abatido cómo dejaba su plato de comida intacto. Lo sintió decaer sin señales de dolor. Y finalmente escuchó la quietud de la frazada que dejaba de ser útil.

Algunas personas más templadas aconsejan no tener mascotas para no sentir dolor cuando estas mueren. Yo solía negar ese argumento: la muerte de mis tortugas o de alguno de los peces que tuve, no supuso congoja alguna. Pero hoy, ese argumento del dolor cobró sentido.