Recuerdo las imberbes discusiones políticas con mis primas hondureñas allá a principios de los ochenta. Cuando ninguna pasaba los nueve años de edad. Nuestros juegos de mesa se truncaban apenas saltaban (por la razón que fuera) los nombres de Ronald Reagan o de Fidel Castro. Nos enredábamos en la disputa sobre la (in)justicia del sueldo de los empleados de mi abuela y otras causas. Yo repetía máximas comunistas, mientras ellas -con una paciencia más madura que mi ímpetu revolucionario-, me explicaban las bondades del liberalismo económico.
Mi hermana y yo volábamos a Tegucigalpa cada año munidas de libros cubanos con simpáticas ilustraciones de "pioneritos", que atrapaban a cualquier niño. Debíamos pues, resguardarnos de los ideales que sobrevolaban una Honduras de Contras ocupando la frontera con la Nicaragua sandinista. (De haber sabido cómo terminaría Daniel Ortega, habría estado yo del otro lado…). Aun así, regresábamos al hogar marxista con algunos cuestionamientos, que ponían a prueba el amor paterno.
Ya luego me tocó la experiencia del choque ideológico con la familia de mi padre. Estando en casa de mis abuelos en Santiago, tuve que atender una llamada telefónica. Levanté el auricular y al otro lado la voz robótica de una máquina pedía mi voto por el SI para el próximo plebiscito que definiría la continuación de Pinochet en el poder, luego de casi veinte años de una feroz dictadura. Corrí a manifestar mi indignación a la mesa en la que se tomaba "once" (merienda que -según la leyenda- se llama así por las once letras del "aguardiente" que los trabajadores huidizos tomaban a media tarde). Una de mis tías abuelas -poco o nada consciente de estar en una casa que había sufrido el exilio de más de un hijo-, me exigió consideración con quienes como ella, pensaban "con todo derecho" que el militar soprano había hecho de Chile un país ordenado, moderno, con instituciones y no sé qué tantas cosas más. Sí, frente a mi asombro preadolescente, esa pariente me soltaba su derechismo así, con total desparpajo.
Poco después llegué a Bolivia, donde la derecha estaba vedada. Toda: la militar y la democrática; la liberal y la cristiana. No existía. O mejor dicho, estaba escondida, atemorizada de que alguien revelara su identidad. Descubrí entonces -como lo sigo haciendo-, que aquí se recurre al eufemismo del "centro" para disfrazar una legítima, pero mal vista postura de ese espectro. Sin importar si lo que la intimidad en verdad propugna es el nacionalismo, el tradicionalismo o el neoliberalismo.
Sospecho, sin embargo, que es cuestión de marketing. Pues como alguien dice, "al socialismo siempre se lo compara con sus mejores intenciones y al capitalismo, con sus peores resultados". Pero en el fondo, la política clama por el clásico antagonismo y la posibilidad de diferenciar los discursos. Aunque los polos no excluyan posiciones centristas, siempre que sean auténticas. La militancia clara permite conductas claras.
Si uno busca señas del partido español Vox en Wikipedia, encontrará que se lo ubica entre la derecha y la extrema derecha. Hasta donde sé, su guapo vocero no ha anunciado ningún juicio por deshonra ni a la enciclopedia virtual ni a ninguno de sus votantes que, presumo, lo eligen precisamente por sus (conservadoras) ideas.
Y no veo al desaforado Bukele en El Salvador escondiéndose en el centro -que es un lugar más confortable para los eclécticos indefinidos como yo, quienes desearíamos que todo entre ahí-. Bukele ganó las elecciones presidenciales con el 53% de los votos bajo el paraguas de Alianza Republicana Nacionalista, cuya ideología (¡uy!) es "conservadora y nacionalista de derecha".
Cuando a algún candidato (no izquierdista) se le pregunta aquí sobre su programa económico, anuncia –con la timidez de quien reniega de su propia personalidad- la oferta de bonos asistenciales. Y ante la consulta sobre la despenalización del aborto, contesta que eso merece un consenso y que no tiene una respuesta por ahora (…). A diferencia de lo que pasa con la izquierda, que goza de un discurso más claro (aunque no necesariamente más honesto). Que se asume a sí misma y no tiene complejos. Incluso se permite contrabandear medidas neoliberales o desatender reclamos de la progresía, sin que eso se perciba como impostura (el actual presidente de Perú dejó clarito su "no al aborto, no al matrimonio igualitario y no al consumo de marihuana". Y ahí está, ocupando el cargo más alto).
A los bolivianos nos gusta navegar con la bandera a la izquierda porque es más estético, más chic (en cualquier momento Luis Fernando Camacho o Manfred Reyes Villa se compra la sigla del PS-1), aunque las aguas en las que hace décadas nos movamos sean más bien liberales, con escasas olas de real izquierdismo (hablar vehementemente a favor de los pobres, del movimiento LGTB, o la eutanasia, no alcanza a la práctica).
Tal vez si la derecha boliviana dejara de ruborizarse cada vez que se la apunta (los republicanos no se han avergonzado ni siquiera del impresentable Trump), se apropiara de un espacio con un rostro bien contorneado, aunque con diversos tonos (como sucede en Chile, donde esta vez eligieron en primarias a un candidato de la derecha menos "momia" para competir en las presidenciales) y no permitiera que sea el ala temeraria de la izquierda la que construya su imagen, algunos (quizás muchos) ciudadanos, saldrían libremente del clóset de una vez por todas.
¿De derecha? No, no, de centro
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