Mi resistencia inicial a ver la recientemente estrenada Barbie no se debió a su sospechosa futilidad. Mi reparo tampoco tuvo que ver con el hecho rotundo de que nunca jugué con Barbies. Mi tipo de infancia no permitía esas concesiones: permutar la bicicleta, los juegos de béisbol o las escaladas a los techos por una Casa de los Sueños, habría significado una traición a mis compañeros de calle y a mí misma. Lo cierto es que esta vez esquivé el cine (hasta donde se pudo) porque no pensaba bancarme dos horas de feminismo pop (desde el que ya había hablado la directora antes) ni consignas que únicamente nutren a la progresía intelectual.
Decía que había resistido. Pero una no es de acero y tarde o temprano termina subyugándose a, por ejemplo, las amigas; inclusive a aquellas que la conocen y la quieren bien. Con las que me vi posando dentro de la caja de la muñeca -colocada a metros de la taquilla- para la foto oficial de mi derrota. Y ahí estaba, con mi espíritu languideciendo; una caja de pipocas saladas pecaminosamente mezcladas con las dulces; rodeada de familias vestidas de rosado; y un tema para mi columna.
Aunque, como apuntaba la columnista Sayuri Loza, el "beaterío progre" (ese que "ama ufanarse por tener mayor conciencia y ser interpelador para así demostrar que es superior a los demás…") se pronunció apenas se lanzó el filme, mi impresión es que esa algarabía supuso un falso triunfo. Acostumbrado a los libretos condescendientes y sosos de Disney y Netflix, ese beaterío no parece haber advertido que lo que Barbie hace es burlarse del feminismo en boga. Pero no solo. Los hombres no salen ilesos.
No hallamos en esta producción un discurso subliminal ni único. Greta Gerwig y su guionista fueron inteligentes. Recurrieron a una sátira equilibrada para denunciar los complejos de nuestros tiempos: misoginia, misantropía, misandria, wokismo.
La parodia alcanza tanto al feminismo errático y carente de sororidad, como a los hombres (los nuestros y los Kens). Todos los personajes masculinos son anodinos hasta la estupidez. Y sin embargo, tienen el control de las entidades más importantes. Entre ellas, la empresa Mattel, creadora de Barbie, que ante la evidencia de que sus ejecutivos son hombres en la vida real, tuvo no solo que afrontar la crítica sino auspiciarla dentro del filme. Y gozamos de un gracioso Will Ferrell (presidente de la compañía) intentando demostrar que él es inclusivo por ser sobrino de una tía mujer y amigo de judíos.
Para fortuna de los espectadores, la burla de lo woke no termina ahí. Entonces, vemos a una adolescente hostil dando la "bienvenida" a Barbie con un: "eres la personificación plástica de ideales físicos irreales, capitalismo sexualizado y consumismo desenfrenado", lo que ocasiona que Barbie se asuma como fascista.
Barbilandia es, como el nuestro, un enrevesado mundo. Lo que hace difícil observar la película desde un solo rincón. Barbie representa todo aquello de lo que el movimiento feminista de la segunda ola intentaba escapar, pero Barbilandia -como alguien apuntaba- podría considerarse una "barbiarquía multicultural" en la que la presidenta es una Barbie y también lo son las juezas de la Corte Suprema, las ganadoras del Premio Nobel, las pilotos y las doctoras.
En la rosada Barbilandia las Barbies tienen todo el poder. Los Kens son accesorios. Ellas duermen en las Casas de los Sueños y ni siquiera saben dónde viven ellos (si gozan de alguna morada). Ellas manejan autos lujosos y poseen todos los cargos, en tanto los Kens conservan solo un empleo: la playa.
Es hasta que Barbie y Ken cruzan la frontera a una real California, que descubren, ella, lo asfixiante del patriarcado, él, sus bondades. Unas que Ken -embebido con el dominio masculino que hasta hace poco desconocía- intenta implementar arbitrariamente en Barbilandia, frente al asombro y frustración de las ahora debilitadas Barbies, que se convierten inconscientemente en dependientes de ellos. Lo que en poco tiempo provoca la reacción de las Barbies que, aprovechando las peleas entre los propios Kens (una clara alusión a la ficticia sororidad), recuperan el poder. Aunque no el absoluto de antes. Ya aprendieron que el lugar es de todos por igual y que no necesitan odiar a la otra mitad. Ahora las noches en Barbilandia "también son noches de chicos".
La película no es moralizante, pese a que se cuela al final un diálogo con la creadora octogenaria de Barbie, algo tedioso y forzado que va a contrapelo con el tono hilarante y hasta cínico del resto. Tampoco es un homenaje a la muñeca rubia ni a su mundo perfecto. Trata de cómo ser mujer. De que lo femenino y aun lo excesivamente femenino no son algo de lo que debamos renegar, pues ahí puede está nuestra fuerza. En ese magistral intercambio de roles que hace la directora nos muestra finalmente a un Ken empoderado luciendo orgulloso una camiseta que dice "Kenough" (un juego de palabras que se traduciría como Kensuficiente). Y es que ser mujer es suficiente. Pues cada mujer "es lo que quiera ser", independientemente de lo que los hombres y las otras mujeres (incluso del mismo colectivo) esperen. Y podemos alternar los tacones bien rosados con las sandalias si nos da la gana.
Barbies de tacones bien rosados y sandalias
¡Alerta de spoiler!
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