Hace unos días, en una escuela de Massachusetts retiraron del plan de estudios la Odisea, de Homero. El plantel de iluminados profesores, alentados por activistas de la educación de moda, alegó que este clásico (y presumo que muchos otros) "incita al odio". Antes de esa, hubo otra gran hazaña: expulsar los ejemplares de La Caperucita Roja de una biblioteca escolar en Barcelona por considerar "sexista" el cuento infantil.
Como esas medidas de salvación moral hay varias. Alteraciones de textos cambiando el lenguaje por su racismo, y eliminación de ilustraciones, etc. "por sembrar semillas de prejuicio".
¿Y el prejuicio de estos sanadores que no confían en las manifestaciones éticas e intelectuales del prójimo? Yo, por lo pronto, no recuerdo haberlos nombrado tutores y menos haberles otorgado atribuciones de pensar y sentir por mí, aunque, para bien, no vivo en Boston ni en Barcelona.
Los manuales elementales de Psicología advierten del peligro de la sobreprotección infantil. Alertan que cuando intentamos sobreproteger a los niños de posibles amenazas, nosotros mismos nos volvemos una amenaza y los hacemos vulnerables, reduciendo la posibilidad de madurez en ellos. ¿Alguna similitud con nuestros curadores? La única diferencia entre los cultores de esa corriente de la "corrección" y los padres de familia sobreprotectores, es que por lo general estos últimos lo hacen por amor más que por vanidad.
Ese eufórico movimiento "correcto" es ya una amenaza, y a estas alturas forma parte de las consecuencias. Apuesta a un público bobo al que discernir el bien del mal le está vedado. Al que se debe aleccionar por dónde pisa y qué frutos recoger del suelo y cuáles no. Al que se manipula, cuando no extirpa, su capacidad reflexiva.
Es tal la desconfianza de esa corriente en el ser humano, que cuando su comité examinador se pone aún más duro, opta por invertir los planos visuales de las personas para hacerles creer que la realidad es otra.
En el ejercicio del control parental, impiden la entrada a cualquier espacio que para ellos suponga un peligro. Se van contra los promotores de la película Joker porque "glorifica la violencia" y podría convertir a los jóvenes en desquiciados agresores. Despotrican contra Mark Twain y exigen modificar el término nigger -intencionalmente colocado en Huckleberry Finn, precisamente por su connotación despectiva (que explica el contexto)-, por esclavo, y hacen cubrir pinturas sobre conquistas. No vaya a ser que los espectadores tarados se den cuenta e indignen por sí mismos de lo que ha pasado y sigue pasando en el planeta. En cuestión de semanas, se reclamará aumentar la edad al personaje de Tadzio, el mancebo que no pasa los catorce años, del que se enamora el protagonista, ya maduro, de la novela La muerte en Venecia de Thomas Mann. Pues el Nobel alemán podría, aun muerto, estar inspirando la pedofilia homosexual.
Me pregunto cuántos ejemplares de 1984 de George Orwell coleccionarán estos magos de las apariencias. Que hacen creer a sus feligreses que los feminicidios desaparecerán por hablar en nombre de las mujeres, a las que dicen defender, pero como a infantes. O que las prostitutas no serán explotadas y se moverán en ambientes seguros solo por llamarlas trabajadoras sexuales.
Estos mismos hechiceros que pretenden eliminar el mal de la Humanidad quemando libros y alterando carteleras de cine. Que quitan toda imagen del demonio y sus imitadores. Todo desde su óptica monocular.
Mi hijo de cuatro años me pidió hace unos meses que, aprovechando el vapor de su ducha, le dibujara en el espejo a Cronos devorando a sus hijos. Es que desde más pequeño escucha con una curiosidad casi adulta todo cuanto tenga que ver con Perséfone, Medusa o Polifemo. Cuando me pidió el dibujo, la turbación me vino por mi carencia de sensibilidad artística. No se me pasó por la cabeza que su familiaridad con la mitología griega estuviera provocando en él instintos infanticidas que me obligarían a conformarme con los nietos que mi hijo mayor me regalase, pues los otros serían devorados.
Hace un tiempo ya, hacemos esfuerzos por terminar de vaciarnos como sociedad. Ahora que buscaba en Google la nota sobre la expulsión del poema épico de Homero del colegio norteamericano, todo me empujaba a Los Simpson. Es que nos están quitando la oportunidad de ser críticos, de apreciar la Historia, las Historias.
Pese a todo, guardo la esperanza de que este período oscuro, liderado por gente anodina, sea solo la preparación de un nuevo Renacimiento. En el que nuestros paladines ya no nos sobreprotejan. En el que el campo cultural no esté minado por jueces que nos despojan de su goce (o de su rechazo), a partir de su "altruista" superioridad moral y regencia intelectual.
Si ese nuevo mundo aparece, quiero estar en él aunque sea un solo día. Así me da tiempo de curar mi indisposición. Hasta entonces, no se preocupen, no dejaré que devoren a mis nietos.
Quemen a los Simpson, pero déjennos a Homero
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