El pasado 6 de enero, cinco jugadores de rugby argentinos fueron condenados a prisión perpetua (que en Argentina no supera los cincuenta años) como culpables del homicidio doblemente agravado de Fernando Báez Sosa, cometido en enero de 2020 frente a una discoteca en la turística ciudad de Villa Gesell, a 380 km de Buenos Aires.
Para quienes hemos seguido este asunto como si se tratase de una serie de varias temporadas, esta sentencia es un final feliz, pues supone una interrupción al proceso de putrefacción en el que nos hallamos los humanos desde hace varias décadas. La resolución judicial no es solo producto de una investigación (que no requería mucha prueba), sino también la respuesta a la denuncia de una nación lastimada por la brutalidad de unos nenes que no tenían nada que ofrecer, más que zozobra, y cuyo juicio puso a todos a ejercitar la introspección y, de paso, la solidaridad.
El jurado no podía desconocer el clamor general (como presumo tampoco lo hará el tribunal de apelación, que ante una rebaja de esa pena vería incendiada su Corte). Como decía alguien, el crimen y su narrativa atravesaron la conciencia colectiva como pocos casos en la historia. Y aunque un buen juez debe concentrarse en el expediente y prescindir del reclamo en las calles, los jueces esta vez no lograrían eludir tanta indignación.
Una indignación que nació simultáneamente a la publicación de los videos que muestran inicialmente a un grupo de corpulentos jóvenes siendo expulsados por los "patovicas" (guardias de seguridad en gaucho) luego de una escaramuza provocada por uno de los rugbiers contra Fernando Báez, quien accidentalmente le había derramado un trago encima. En esos mismos videos se ve después a los mozalbetes convertidos en bestias, buscando a Báez (quien toma un helado en la vereda de enfrente) para botarlo al piso y masacrarlo a patadas. Y como tanta actividad produce hambre, al final de los videos se ve a parte de los agresores desayunando en McDonald's, mientras esperaban la confirmación de los otros, de que Fernando había "caducado".
Resulta que esa banda de (ex)jugadores de rugby -provenientes de familias con poder suficiente para que ellos se pasearan intactos por la ciudad que habitaban, una vez agarrado a trompadas a quien se les venía en gana ("nuestra noche no termina bien si no nos cagamos a patadas a alguien", alardeaba uno de ellos)- podían comprenderlo todo, menos que un muchacho sencillo (de padres inmigrantes) dedicado a una vida en verdad noble ("era un pibe bueno"), les haya jodido su noche. De ahí que decidieran escarmentarlo.
Quizás Stanley Kubrick se inspirara en algún grupo de jóvenes parecido al que hoy ocupa todos los titulares argentinos para crear La naranja mecánica. Aunque por lo menos, el protagonista de la película, Alex DeLarge, el líder del grupo de violentos –dedicados a aterrorizar a la población con palizas o violaciones- era un apasionado de Beethoven...
Bolivia también los tiene. Chicos que andan buscando quien los mire feo para poder romperle la nariz (o arrancarle un pedazo, como pasó en un pub de la zona sur de La Paz hace unos años), o dejarlo en coma (lo que sucedió fuera de una discoteca sopocacheña). Y donde hay matoncitos, hay los padres orgullosos de esos matoncitos y autoridades somnolientas.
En nuestro país difícilmente existirá un fallo judicial como el que acaba de dictarse en el caso "rugbiers". Ese fallo fue impulsado por una comunidad unida (todos al unísono clamaban #JusticiaParaFernando). Toda Argentina se colocó del mismo lado y desde ahí comenzó la cruzada hasta materializar su grito inicial: "¡Perpetua!". En Bolivia hasta el extravío de un gato nos polariza. Nos divide la política, nos divide el fútbol, nos divide la religión. Pero, sobre todo, nos divide la ética. Nuestros magistrados y fiscales -más dados al pleito callejero que a la filosofía jurídica- habrían apuntado a un "homicidio en riña". Nada más. Y es que nosotros estamos acostumbrados a las maneras camorreras. De ahí personajes como Quintana o Murillo, que son, tan solo, un reflejo de nuestra cultura, siempre presta a la amenaza (mejor si chicote en mano) y a la pelea. Desde los jalones de cabello en la Asamblea Legislativa, hasta el lanzamiento de sillas en congresos políticos, o los puños en exclusivos boliches, los patoteros viven muy cómodos aquí.
La sociedad argentina entendió que un silencio en esta circunstancia la habría sellado como una sociedad canalla. Una que calla frente a los niños que hostigan a sus compañeros; los jefes que maltratan a sus empleados; o los funcionarios que ejercen violencia desde el Estado; en fin, una comunidad que no es capaz de atajar a quienes se alimentan del miedo ajeno y del daño que puedan infligir a los que no hacen daño.
Mientras nosotros sigamos consintiendo las agresiones cobardes (en todos los ámbitos) y dejemos que ganen los de alma pendenciera, continuaremos siendo esa sociedad de la que nuestros vecinos escapan estos días. Y nuestra moral permanecerá tan baja como la de los padres de los rugbiers condenados, que no vieron la podredumbre que se acumulaba en su propia casa.
Una golpiza que deja un muerto y millones de heridos
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