El teatro boliviano no se reconoce sin el estilo y la ética que dejó César Brie tras 20 años de trabajo al frente del emblemático Teatro de los Andes. Han pasado 10 años de su partida y es hora de echar la vista atrás sin acritud
Debe ser la sabiduría que ayuda a vivir. Vamos a leer las palabras de un hombre de 66 años. Es César Brie, santo y seña del teatro boliviano donde dejó una huella imborrable. Hace 10 años que no está entre nosotros. Vive a caballo entre Argentina e Italia y ha decidido "ser un ausente, hacerse a un lado", fiel a su independencia, a su libertad y a su forma de trabajar, desde los márgenes siempre. Se peleó/se pelearon en Yotala con excompañeros y compañeras del Teatro de los Andes, tras 20 años de pasión pero hoy los quiere "entrañablemente". Debe ser la pandemia pero Brie se ha dado cuenta de que lo que los había unido era inmensamente mayor a lo que los había separado, y que por encima de las incomprensiones prevalece el amor por ese trabajo y por esas personas. Cree en las diferencias y está totalmente convencido de que la envidia —el sentimiento que mueve al mundo— se combate admirando el trabajo del otro. Brie tiene la edad de su corazón. Ama lo que hace y sigue conservando la esperanza — ese es el arte de envejecer— frente a los poderosos. Deben ser esas canas que han invadido su cabeza y sus barbas.
—¿En qué andas, maestro? El año pasado has estrenado una película de protagonista —Tiempo perdido de Francisco Novick y Natalio Pagés— y te pillamos haciendo radioteatro (La balada del mar salado de Hugo Pratt). ¿El trabajo te permite despertar por las mañanas con ganas de seguir en la pelea?
—No me veo sin trabajar. Descansar para mí, significa trabajar. Amo lo que hago. Tuve el privilegio de encontrar el camino artístico y el trabajo artístico es algo maravilloso. Por eso los artistas hacemos de todo para poder ejercer nuestra profesión. Por eso aceptamos ganar poco y mal, porque nuestro trabajo nos devuelve con creces lo que sacrificamos. —Hace unas semanas ponías de nuevo sobre las tablas una obra muy querida en Bolivia, 120 kilos de jazz. —Esa obra, que nació como un cuento, ha sido uno de mis caballos de batalla cuando me fui de Bolivia. La hago siempre, no necesita técnicamente de casi nada. Es ágil, fácil de montar y divertida.
—Laburas actualmente en un proyecto llamado Teatro Ausente entre Italia y Argentina. ¿En qué consiste?
—Llamo Teatro Ausente a mi proyecto actual. Vivo entre Italia, donde tengo dos hijas, y Argentina, donde tengo mi idioma. Estoy en ambos lugares y no estoy en ninguno de ellos. Cuando visitaba Argentina, todos me decían "Veníte". Cuando decidí hacerlo, vi cómo se cerraban las puertas que parecían abiertas. Tuve que empezar de nuevo todo. Cuando sos visita, todos te quieren; cuando llegás para quedarte, todos te ignoran. Decidí entonces ser un ausente, estar pero sin que se den cuenta de que estoy, e irme sin que se den cuenta de que me he ido. Estoy viejo y no tengo ya las fuerzas para crear otro Teatro de los Andes, pero mi vejez implica trabajar siempre. Entonces he decidido retirarme, hacerme a un lado, para seguir trabajando y ayudando a los más jóvenes, seguir creando sin herir susceptibilidades, pasando inobservado, sin participar del apuro general, de la prisa sin sentido que se exige hoy a la producción artística. Quiero seguir siendo independiente y libre como lo fui toda mi vida.
—En un texto tuyo titulado "Propuestas para el trabajo teatral en tiempos de pandemia" rompes con esa falsa disyuntiva entre el hambre o las culturas con ese gran visionario llamado Artaud como autor de cabecera. ¿Cómo podemos convencer a los poderosos para que las culturas no sigan relegadas, más ahora en estos tiempos de sombras e incertidumbres?
—Los poderosos pocas veces lo han entendido. Menos hoy, que las clases políticas se han vuelto jaurías famélicas de dinero, poder, visibilidad. No los convenceremos nunca, lo que debemos hacer es ejercer nuestro oficio de artistas, decir la verdad a través de la belleza. Eso queda en las mentes y el corazón de los espectadores y lectores.
—¿Pensaste en volver a hacer teatro en Bolivia, aunque sea de manera esporádica? Por ejemplo, no vimos Árbol sin sombra, sobre la masacre de Pando.
—Bolivia y el Teatro de los Andes los sueño casi a diario. Traté de llevar al Festival de Santa Cruz mi obra Árbol sin sombra, pero no aceptaron. Tal vez temían que ocurrieran incidentes por el tema que trataba. Las razones de mi partida de Bolivia todavía no las entiendo del todo. Se juntaron muchos elementos: una crisis familiar, una crisis con mis compañeros y una crisis política que me vio muy expuesto. Humillados y ofendidos, el documental que hice sobre los ataques racistas en Sucre me volvió el enemigo número uno para la clase dirigente de esa ciudad. Amenazas, difamaciones, incitaciones a golpearme y a sacarme a patadas de la ciudad, atentados a mi carro, amenazas a mi familia, insultos en la calle y finalmente una breve paliza. A eso se sumaron las incomprensiones con mi grupo de teatro. Si yo hubiera sido el que ellos pensaban que yo era; no viviría como vivo ni haría lo que hago, porque continúo haciendo teatro en los márgenes, como les enseñé a ellos a hacerlo en Bolivia. Debo decir que quiero entrañablemente a mis excompañeros. Uno de los efectos de esta pandemia fue darme cuenta de que lo que nos había unido era inmensamente mayor que lo que nos había separado, y que por encima de las incomprensiones prevalece el amor por su trabajo y por sus personas.
PELÍCULA. Una imagen del más reciente trabajo cinematográfico en que participó César Brie: Tiempo perdido. Foto: César Brie
—¿Te reconforta que la sombra del Teatro de los Andes y todo tu trabajo con varias generaciones siga siendo tan alargada en nuestro panorama teatral boliviano o te habla de un estancamiento de propuestas estéticas?
—Conozco poco de lo que se hace hoy en Bolivia. Cuando estaba allí trataba de que llegaran modelos diferentes al nuestro, para que florecieran otras visiones. Considero que la división por estéticas es una idiotez. Me explico, debemos amar las obras de arte diferentes a las nuestras y unirnos por la ética, por nuestro modo de colocarnos frente al poder, frente a la injusticia, frente a los poderosos. Pero debemos amar nuestras diferencias artísticas y respetarlas. Solo en los países donde se ha perdido la brújula, los artistas pierden el tiempo en pelearse entre ellos. Nosotros no nos debemos permitir ese crimen. No nos olvidemos de que el sentimiento que mueve el mundo es la envidia, y envidia es sentir dolor por el hallazgo del otro. La envidia se combate admirando el trabajo del otro.
—En Bolivia tenemos más gente joven haciendo teatro que público. Cómo hacer para transformar los teatros de lugares exclusivos en espacios de inclusión?
—Esa misma situación encontré en 1991, cuando llegué a Bolivia. Habría que volver a salir de los teatros, irse a los parques, las plazas, las escuelas, las comunidades, las calles y regresar de nuevo a los teatros con ese nuevo público.
—Hace dos años nos dejó el gran Giampaolo Nalli y hace pocos días el Teatro Municipal lo recordaba en un video grabado en una de sus últimas visitas a La Paz, ¿Qué recuerdos se te vienen a la memoria?
—Paolo Nalli es una de las heridas más profundas que me quedaron de la experiencia en Bolivia. Yo lo convencí a venir, adhirió a mi proyecto, dejó todo lo que tenía y me acompañó. Fue mi mano derecha y mi hemisferio izquierdo por años. Una de las personas que más quise en mi vida. A un cierto punto nuestra relación se quebró. Comunicar entre nosotros se hizo cada vez más difícil. Ignoro de veras lo que ocurrió dentro de él. No quiero hablar de cosas que él no podría responder. No tengo ese derecho, su muerte me lo impide. Fue una persona maravillosa y, mientras duró nuestra amistad, tuve el privilegio de ser su amigo.
—Decías en una entrevista reciente que el teatro (te) sirve para sacar los dolores, para intentar sanar(te), para enumerar los errores y lo emparentas con el mismo ejercicio que hacen los poetas. Sin embargo, teatro y poesía son artes fagocitados por un mundo repleto de imágenes y pequeñas pantallitas adictivas y tóxicas. ¿Cómo hacemos para detenernos, para caminar sin prisa, para pensar por nosotros mismos?
—No lo sé. Trato de mantenerme alejado del apuro con el que hoy se realiza todo. Podría aconsejar un libro excelente sobre este argumento. Canto a lo duradero, de Peter Hanke.
— El año pasado fue muy duro en nuestro país con muestras de racismo otra vez en las calles. ¿Desde la lejanía, te recordó lo que sufriste en carne viva en Sucre tras tu documental Humillados y ofendidos?
—Me lo recordó totalmente. Pienso que la indignación que llevó a mucha gente a la calle cuando se detuvo el recuento de los votos era legítima, y que Evo no debía haberse postulado. (Lo escribí, cuando propuso el referéndum. Sigo pensando que un movimiento que no produce más de un líder no es un verdadero movimiento). Pero enseguida las hordas fascistas y autoritarias trataron de cabalgar esa indignación ciudadana; en parte lo lograron, en parte fracasaron. Pero quedó un gobierno autoritario que tuvo la pandemia como excusa para perpetuarse por muchos meses. Las elecciones finalmente demostraron que si Evo se hubiera retirado a tiempo, como hubiera debido constitucionalmente hacerlo, los candidatos de su partido hubieran ganado. La izquierda latinoamericana debe hacer cuentas con el desprecio que tiene por las garantías democráticas cuando posee el poder y a las que invoca, apenas lo pierde. Pero si el MAS quiere seguir siendo un referente de las necesidades populares, debe cambiar muchas cosas en su modo de trabajar. Debe dejar de controlar a los movimientos sociales y respetar las voces que discrepan. Debe combatir su corrupción interna y renacer entre los campesinos, mujeres, estudiantes, trabajadores, respetando la pluralidad de voces, visiones y necesidades.
—¿Eres optimista o pesimista respecto al mundo pospandemia?, ¿cuál es la fórmula para enterrar la desconfianza en el otro y sabotear las recetas de odio de una ultraderecha en ascenso en todo el mundo?
—El virus acentúa todas las desigualdades. Soy pesimista. Creo que vamos a perder la conciencia que inicialmente generó el párate general. Parecía que podíamos aprender algo de la pandemia y detener el ritmo desenfrenado con el que vamos precipitando hacia nuestra autodestrucción, pero no. No aprendimos nada. Respecto a la política, los pueblos eligen los gobernantes que se merecen. A priori no doy crédito a ninguno. En Argentina sostuve y festejé la victoria de Alberto Fernández, que fue un alivio para la desesperante situación que Macri había dejado. Hay un campo popular y un campo neoliberal, aunque a menudo las políticas neoliberales son efectuadas por los representantes populares. No hay nada garantizado. Algunas cosas debemos defender siempre: los derechos de las mujeres, de los más humildes. El derecho al trabajo, la educación, a la vivienda y a la salud, el derecho a expresarnos, a viajar, a creer en lo que queramos, el derecho a la asociación política. Un país que no resuelve la indigencia de su población no es un país democrático, como no lo es uno en que no se pueden elegir sus propios gobernantes, a la mediocridad que es la indiferencia.
César Brie: 'Sueño casi a diario con Bolivia y el Teatro de los Andes'
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