El mandamiento número siete del "Decálogo del columnista" ordena no repetir tema dentro de un lapso prudente. Mi inobservancia hoy a tal regla se debe a que no contaba -en mi improvisada programación- con las repercusiones emocionales que provocaría el triunfo de la coalición de derechas en las recientes elecciones de Italia y sobre todo, de quien se convertirá en primera ministra de ese país, Giorgia Meloni.
A los pocos minutos del triunfo, el hashtag #fascismo ya era tendencia y Twitter se atiborraba de interpelaciones por parte de una hiperventilada izquierda, a aquellos que celebraban la llegada de la ultraderechista al poder.
Y es que esa izquierda que, como acierta Carlos Granés, comparte con la ultraderecha una postura identitaria obsesiva, maximalista e intolerante ("mientras la izquierda habla de identidad de género, identidad sexual o identidad racial, a la derecha le basta con hablar de identidad nacional"), no resiste la asunción de alguien (incluso si es mujer) que transgreda lo moralmente aceptable. Según sus propios códigos, claro. Condenan que Meloni provenga de un partido cuyo árbol genealógico tiene a Mussolini en la raíz, y por haber declarado a sus diecinueve años que El Duce fue un buen político, y que todo lo que hizo lo había hecho por Italia. Pero olvidan (supongo) los regímenes totalitarios que ha auspiciado la izquierda desde sus inicios.
En esa medida, me confundió un poco el podemista español Pablo Echenique exigiendo que se dejara de blanquear el horror (en referencia a la nueva mandataria italiana). Un analista le pidió entonces a él que dejara de blanquear a ETA…
Tengo además la impresión de que estos alaridos son parte de un acto teatral, pues un 26% de votos a favor de la candidata no parece suficiente para alarmar por un proceso de ultraderechización fascista de Italia y menos de Europa. Creo más bien que el ruido que hace una parte de la izquierda estos días compensa un sentimiento de culpa. Su ala más radical lleva años regando un discurso a mansalva, sin medir consecuencias.
Pero pareciera que este no es un asunto de definición de la propiedad de los medios de producción, o de evocación a un tipo de economía (de hecho esta ultraderecha comulga de algún modo con la antiglobalización de izquierda). La guerra no tan fría entre esas facciones ya no es (necesariamente) económica o política, sino cultural. Esta derecha está alimentada por la reacción a una oratoria progresista. Una arenga que arrastra a sus detractores al extremo.
La actual izquierda, que se sostiene en la corrección política, impone reglas de comportamiento social y convierte a quienes no las siguen en los nuevos contestatarios. Como escribe Juan Soto, ahora "lo antisistema consiste en el disenso radical a esta tendencia".
La próxima mandataria italiana propugna una inmigración restringida (con una vigilancia especial sobre los musulmanes), se opone a la corriente feminista y propone una limitación a grupos de influencia LGTBI, sobre todo en los programas de educación pública. Toda una antisistema.
Y como ella, jóvenes que antes se convertían al marxismo para reafirmar su figura contestataria, ahora se cuelgan el gafete que los identifica con la derecha. En sus perfiles en las redes sociales -que llevan nombre, apellido y fotografía- se autodefinen como "de derecha", "católicos", "libertarios", "pro-vida", "conservadores", "pro-libre mercado", etc.
Son estos mismos jóvenes –que se reproducen como gremlins con cada alocución del progresismo (ya sea sobre la importancia de dejar que los niños definan su propio sexo o sobre la cancelación de textos de literatura clásica por su tono racista)- los que han salido estos días a combatir a los comités censores que, aparentando incredulidad, han condenado implícitamente a quienes celebraban el triunfo de la italiana Giorgia Meloni con preguntas como: "¡¿De verdad te alegras de que la ultraderecha haya ganado?!", "¡¿Sabías que esa tipa está en contra de la ideología de género?!", "¡¿En serio crees que el neofascismo sea la solución?!".
Me entretuve con el intercambio de tuits entre el reconocido periodista argentino Luis Novaresio y su compatriota, el senador Joaquín de la Torre, que minutos antes había tuiteado que la esperanza triunfaba en Italia. Novaresio -con algo de asombro impostado- lo increpaba: "¿Comparte eso de la familia natural?, ¿Comparte el repudio al discurso de género?". A lo que De la Torre y una legión de tuiteros detrás, respondían "sí". Novaresio, así como los varios progresistas que no asumen su cuota de responsabilidad en el triunfo de un Trump, un Bolsonaro y ahora una Meloni, ha debido convulsionar luego del recuento de likes al final de esa discusión.
Al régimen que promete implementar la nueva primera ministra de Italia podrían faltarle (por ahora) ingredientes como el poder totalitario del Estado o un toque de violencia (como en Nicaragua) para ser considerado un gobierno fascista. Aun así, a cierta izquierda le haría bien saber que no todo lo que está más allá de ella es miserable (ni el centro se salva). Que su estridencia es contraproducente. Y que ella ha creado esta nueva derecha de tanto buscar en los demás la respuesta "errada", sin tener la cabeza abierta a otras razones.
Más "gremlins" con cada discurso progresista
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